29 nov 2010

El entierro

Cuando me dieron la noticia, no hubo desconcierto.  Era un hombre viejo y de su vejez sabíamos que había sido llena de padecimientos y malas jugadas de la fortuna una vez que la oreja izquierda se le empezó a pudrir. Colgada al auricular, como si esperara una palabra de consolación, mi tía dijo que era preciso que todos los familiares estuviéramos presentes.  Pensé que era uno de esos actos de consolación de los que la familia, con el transcurrir del tiempo, había hecho un ritual al que nadie quería asistir. Así que forzado por las circunstancias tuve que hacer mi pequeña valija.
El cuerpo no estaba en estado para ser velado por mucho tiempo; pero la vela fue prolongada, porque cuando arribé al pueblo desde lejos divisé que fuera de la vieja casona, en el centro,  había aún unas cuantas butacas vacías acomodadas en desorden para los visitantes, y en ellas enclenques ancianos temblorosos, como a la espera del siguiente fallecimiento. Un sobrino que me costó reconocer por su barbada cara dijo que a esa hora tenían el cadáver en el templo. Con aire resignado  me dirigí al lugar que expelía cantos de despedida. Me acomodé en una de las bancas traseras. En las primeras, los familiares de rostro compungido cantaban maravillados el himno preferido del difunto. El pastor en un sigiloso tono leyó un Salmo para concluir con la ceremonia.
Ese era un día opaco, sin consolación y ánimo para los habitantes del pueblo en deceso que continuaba su trabajosa marcha. Ahí aún estaba el viejo parque renovado, atestiguando el paso del tiempo y del que no se sabía bien a bien el motivo de su mutación en un árido cuadro, con unos cuantos grupos aislados de plantas, y que daba acceso a una torre. Si ésta hubiera sido construida  para la vigilancia, nadie hubiera aceptado semejante idea. En el ruinoso quiosco desconocidas parejas se bazuqueaban indiferentes a la hilera de caminantes rumbo al cementerio, con su letanía imperceptible y los abrazos de bienvenida y pésames que me dieron algunos conocidos de la familia.
De vez en cuando me alejaba de la procesión disimuladamente para ver los pasadizos donde tantas veces jugué y me escondí en la niñez. No daba muestras el lugar de ocultar su fallido progreso. Del paso del tiempo sólo sus viejas casas daban testimonio porque las caras que dejé mirar un doce de diciembre, ya habían desaparecido y de las desconocidas que ahora veía nada podía decir. Era como un extranjero en mi propia tierra.  “El te acuerdas de aquel día...” se había convertido en una fórmula sin sentido. La tía Adela se me acercó y me dijo que toda estaba cambiado, que el pueblo no era el mismo desde hacía unos veinte años. Lo peor dijo, es que nosotros, los que nacimos acá, no podríamos morir en otro lado. Pasamos por el viejo mercado, por el punto donde confluyen las siete calles, por la cancha de fútbol donde un puñado de jóvenes jugaba asombrosamente el juego de nuestros antepasados.
Mi primo Leopoldo, del que se murmuraba se había convertido en vendedor de marihuana en la capital, casi susurrando, me dijo que desde que el ejército arrasó con todos los sembradíos de la mala hierba, la cosa había cambiado. Los soldados también desmantelaron la red de rebeldes a machetazos. Fue como una maldición. Intercambiamos unas cuantas chanzas frente al cadáver, referimos algunas aventuras de la niñez y de las que logramos salir bien librados. Hablamos de Micaela, la novia robada, con quien no pudo hacer vida. En el panteón con los ánimos cansados y templados de tanta ceremonia a la muerte, el entierro fue más expedito de lo acostumbrado. Y a la primera oportunidad de huida tomé el autobús de segunda que me llevaría a la cabecera municipal para disponer de mis intenciones de mejor manera.

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