Este es un libro para quien quiera tener una visión general
sobre la revolución mexicana. Para el autor, el proceso revolucionario en
México será entendido de mejor manera si sabemos de la vida de sus
protagonistas. En
concisas descripciones biográficas conoceremos relevante información sobre
Francisco Villa y Emiliano Zapata, así como de otras figuras protagónicas y antagónicas--Madero, Carranza y Obregón--y otros tantos personajes que pasan desapercibidos y van quedando en el olvido. A
partir de un conocimiento sobre la vida de estos personajes, podremos mejor juzgar las causas que los empujaron a involucrarse en favor o en contra de este gran
movimiento social en México.
Tres aspectos son relevantes en el libro:
Primero, fue un movimiento social caracterizado por la
violencia y el sufrimiento. El número supuesto de muertes, de acuerdo con los
expertos, oscila entre los 350,000 y 1,
000,000 de individuos. El costo en vidas humanas fue muy alto. Entre líneas, el
autor comenta que los reales fines de la revolución no fueron alcanzados. Por
consiguiente, la pregunta lógica será, es o no justificable el sacrificio de
inocentes en un proceso de rebelión. No
fue sólo un puñado de rebeldes que se fueron a la montaña para guerrear porque
carecían de posibilidades reales de
vida digna; también fueron arrastradas,
sin quererlo, familias enteras, ancianos, niños y mujeres con expectativas de
vida mutilada.
Una reflexión sobre esta lectura es que
existía un grupo político que se prolongaba en el poder apoyando a un
grupo reducido de privilegiados, a la par que mantenía diversos sectores de la población--la mayoría-- bajo condiciones mínimas de supervivencia y sin acceso a derechos básicos. Uno de los principales objetivos de este grupo político fue mantener este
estado de cosas con el uso de un aparato represivo que reprimía la disidencia. Cuando fuera necesario, se
usaría esa maquinaria de poder contra la población, se aniquilaría, se
destruiría pueblos, se dividiría a una nación y su gente sin ser llamado a
cuentas. Pero había más, era un grupo en el poder que despreciaba a sus
gobernados. Es paradójico cómo los ricos en México se
han caracterizado por sentir una fuerte atracción por la cultura externa. Para extremo ejemplo, Don Porfirio Díaz decidió exiliarse en París, donde también murió. Para entonces se le había olvidado que en previos años luchó contra la intervención francesa en México. Pero esto es para decir que por un lado, los poderosos en México han
difundido la idea de que los mexicanos no son capaces de autogobierno y cultura
auténtica. Por otro, poco les ha interesado reconocer la
importancia que en otras tierras se le da al respeto a la ley que
garantiza una mejor vida a sus ciudadanos.
Segundo, Villa y Zapata serán retratados con maestría. El autor
siente una marcada simpatía por estos dos genuinos revolucionarios. Pero pese a
esta admiración no dudará en juzgarlos y criticarlos cuando se trata de
analizar los errores tácticos y estratégicos que cometieron en el esfuerzo por
alcanzar sus fines: su falta de juicio en importantes situaciones, su machismo
que se oponía a una sociedad inclusiva y plural; el arrebato de ánimos en el caso
de Villa, la desconfianza, en lugar del arte de la diplomacia, que cubría el carácter de Zapata. El autor también señala la carencia en Zapata y Villa de un práctico deseo de
poder y de un entendimiento del arte de gobernar. No obstante, fueron revolucionarios que
lucharon del lado de los menesterosos y las masas de gente oprimida que se
rebeló contra un sistema de gobierno arbitrario que no cedía y se comprometía
con uno más igualitario. Entonces, sus yerros son pecados menores. Sobre sus
credenciales como líderes natos no cabe la controversia. Por esfuerzo propio
ocuparán el más alto rango entre las figuras de la revolución mexicana, mucho
más allá de los peldaños ocupados por Madero o Carranza.
Finalmente, el lector no podrá dejar de sentir encono y desear un
arreglo de cuentas contra una clase en el poder en decadencia y de los medios que usaron para perpetuar su poder. En general veremos en sus acciones un
arraigado desprecio racial por grupos sociales en desventaja: indígenas,
campesinos y otros grupos sociales que pugnaban por una nación
democrática. El tirano y su grupo de
incondicionales no dudarían en organizar la maquinaria de fuerza represiva para
el aniquilamiento de gente en rebeldía. Es como si hubiera sido poseído por un
espíritu demoniaco. He ahí, una lección para justificar los límites al
ejercicio del poder. La lista de agravios y crímenes perpetuados por esa clase
gobernante es larga. Muchos de esos ilegales actos conforme pasa el tiempo
van quedando en el olvido. Incluida en esa lista de ofensas por parte del
estado, a la cabeza, estará lo que ahora conocemos como genocidio.
Pese a la constante
sombra de violencia y muerte que caracterizó
a la revolución, más otras reprochables acciones humanas--traiciones, venganzas que sobrepasaron el daño reprochado, ganancia de pescadores
sin escrúpulos en río revuelto,
carnicerías a sangre fría, por mencionar algunas--es alentador leer que ante al
tirano opresor, las masas de oprimidos no dudaron en ejercer el derecho a la
rebelión. Hay entonces una idea, que se prolonga en las páginas del libro, de
progreso mediante la violencia: masas de iletrados, pero en rebeldía;
intelectuales sin trabajo remunerado, pero asesorando a los líderes de las
diferentes facciones en lucha; indígenas sojuzgados durante centurias, pero
clamando por sus derechos; campesinos en
solidaridad o divididos, pero movilizándose por tierra para trabajarla y
defendiéndola con sus machetes. Todos ellos, portando en su sangre o su
subconsciente la idea de que la protesta y rebelión son los medios de aniquilar
al usurpador y alcanzar un estado más justo en una sociedad.
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