"Dance in a Madhouse" by George Bellows |
El Principito no había perdido el entusiasmo. Una vez que podía atravesar una encrucijada, se ponía a mirar a sus semejantes que se emborrachaban según corría la noche, sin miedo a las decenas de soldados rasos que penetraban con violencia en los bares. No censuraba lo que veía. Su cabeza no daba para tanto. O quizá era que se había habituado a los desatinos que venían unos tras otros, como no queriéndolos. Cualquiera que viera su faz bermeja y sin arrugas podría suponer que la luz del sol no lo conocía. Pero si algo tenía, y bastaba con observarlo, como de pasada, era un puñado de pensamientos que lo reconfortaban y que le infundían ánimo para internarse en los túneles de media noche. Las noches eran la ocasión cuando creía que era algo. Perseguía con mirada huraña a los solitarios. Desconfiaba, acariciando su único propósito: si acaso llegara a encontrarlo, esta vez no lo dejaría ir. Hería el humo del escondrijo con suspiros, mientras los hombres de rollizos cuerpos bailaban agarrados unos con otros al ritmo de los recuerdos y narcocorridos en boga.
Y esa fue su noche. La del encuentro ansiado. Lo mantuvo durante horas amarrado a las patas de su cama. Bastó un puñado de palabras para el encantamiento. Juntos idearon, de buenas a primeras, el viaje a Matamoros. Había cavernas donde los caminantes se refugiaban y con un poco de osadía podrían abastecerse de ropa y comida. Cuando creyó haberlo convencido, el Principito salió a buscar los desperdicios humanos, pero al volver no encontró ni su rastro. Desde entonces las desdichas llegaron como encadenadas unas a otras. Una noche, escapándosele el entusiasmo de entre las manos, fingió indiferencia cuando lo vio otra vez, quitado de la pena, sentado, impasible, bebiendo una cerveza, absorto en sus meditaciones. El Principito alargó sus brazos como para recoger mangos cayendo a la intemperie. Las comisuras de los labios no se movían. Las sonrisas eran imperceptibles. Labios sellados no podían pronunciar palabras ni deseos. Pero sin quererlo, el Principito fue agarrado por un hombre que surgió abruptamente de la penumbra. A lo lejos, con los ojos, entre miradas noctámbulas, cabeceando, que se difuminaban en la oscuridad, el Principito, escarbando un poco de entusiasmo dio demostraciones de alegría. Con señas preguntó sobre salud y fortuna. "Habla," le dijo, una vez que se acercó a la mesa donde lo había visto sentado, absorto. La respuesta llevaba en si misma un poco de mentira. Entonces emergieron de la oscuridad imaginaciones de aves nocturnas, ríos de aguas tranquilas, frutos no cortados en tiempo de cosecha, hojas verdes moviéndose con la lluvia. Ancianas enclenques, petrificadas a las mesas, reían a hurtadillas, como temiendo la reacción de los burlados. Los vagabundos se habían concentrado cerca del antro. Su alboroto se podía percibir desde la penumbra, y el humo que ascendía desde sus fogatas, se esparcía sobre la ciudad y se introducía en el antro. No caía la lluvia desde hacía varias estaciones y el calor concentrado en esas catacumbas se curtía con el grupo de hombres saltando y emborranchándose a media noche.
Esa noche, las palabras de una mujer raquítica en el autobús que cruzaba la frontera fueron como un presagio. La rigidez de sus reumáticos tendones fueron la señal. Repentinas gotas cayeron a media noche limpiando las calles de hollín, derperdicios e inmundicias de la urbe. Las aguas iban y venían y sobre ellas guajolotes dormidos sobre tablas flotando en la turbulencia. El río de turbias mareas se infestó de mendigos desnudos. Los niños comenzaron a surgir de sus refugios y en alegría efímera jugaron a la vida ayudándose de palabras y de acciones. Y entonces cayeron del cielo las estrellas que se refugiaron en la ciudad atolondrada por el vicio. Más valía, en ese momento, salir de los escondites y caminar bajo esa lluvia pertinaz, que duró toda la noche y un día y un mes y un año en el recuerdo de los citadinos.
Del otro lado de la ciudad, Javier estaba perdido en sus desilusiones abatidas de salteadores, intimidadores de gente, sicarios, inmigrantes con esposas en manos, plutócratas corruptos, inquisidores, gobernantes abusadores de leyes, vendedores y compradores de drogas y objetos exóticos. Los vientos alzaban el polvo y con desaire traían y llevaban los ecos producidos por las hélices de los helicópteros. Buscaba y no quería encontrar. La lluvia no le alegraba las horas, pues había perdido la noción del entusiasmo. Iba y venía errante de Matamoros a Yucatán, de Nezahualcóyotl a Tlalnepantla, de Orizaba a Manzanillo, como perdido, cansado de luchar cual náufrago contra las olas. Mal sostenido por un poco de ánimo también se refugiaba en las catacumbas de mala muerte, encaramado sobre la espalda de monstruos hechos por los cantineros que se engalanaban con largos vestidos y salían a vender lo robado con el alba.
Con súbito movimiento se apartó de la mesa cuando sintió que era observado por el Principito. Los gruñidos de las fieras y el canto de los zopilotes alegraban a las meseras de culos descomunales que no cesaban de mirar las vueltas, los taconeos, los abrazos de manos encalladas, los miembros enhiestos, los labios pintados de negro, el temblor de las manos parricidas, las llagas producidas por las jeringas. Javier pensó en su sueño efímero, "Como náufrago en la noche, bastaba con dejarse llevar por esas aguas ennegrecidas, y una vez que la droga había hecho su efecto, esperar la muerte. En esa región, esclavos de consignas temerarias surcaban los aires, como rayos, en busca continua de hombres y de cosas, pretendiendo abarcarlo todo. Ahí, conjuraban entre ellos para asesinar y protegían a los gobernantes y capos poderosos, alentando el consumo de narcóticos.” Javier había leído la depresiva descripción en un diario que encontró en una banca del parque en sus largas horas de aburrimiento.
En uno y otro, la noche del encuentro, surgió el deseo de saberse las vidas. A pesar de haber reconocido al Principito--de mirada atrevida--, no le respondió, ni mostró pizca de emoción. Aunque el Principito era su viva imagen, la prudencia le había enseñado a ser desconfiado. Javier, absorto en las telarañas del lugar, imaginó muchas veces y de mil maneras lo que haría cuando dejara la ciudad. El modo, la disposición, la traza, el sitio y la variedad de cosas nuevas que vería lo mantenían apocado de palabras, indolente a lo que pasaba en su entorno, a los automóviles que en fuga discreta escapaban de los vigilantes. A nada respondía. Pero esa vez, a mitad de la noche, salieron de la ennegrecida cueva donde se encontraron y fueron a caminar por el centro de la ciudad, cuando aún no se inundaban las calles. "Era ese mi sueño," le dijo el Principito. Entonces bramó el viento, mientras los antros seguían vomitando borrachos exaltados. Fue cuando la lluvia comenzó a caer en espantoso estruendo.
Dedicado a Alejandro, donde quiera que se encuentre.
Dedicado a Alejandro, donde quiera que se encuentre.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario