Si el ánimo mejoraba, solía caminar por la
calle que lleva al viejo mercado de la Merced, confiado en lo que deparara el destino. Oculto entre las
maquinarias pesadas, atestiguaba la rapidez de los autos que en irreverente
marcha evadían la presencia de los peatones escondidos en los recodos de las
aceras para no ser atropellados. Con el rostro enjugado imaginaba su fin entre
ellos. Luego en la Plaza de Regina se
ponía a hurgar en la vejez de los que se sentaban por horas en las bancas del
parque. En la Alemeda el merolico de los domingos tronaba sus dedos antes de
que surgiera el parloteo intolerable de su boca cristiana. Los alineados
hombres una vez que los rayos del sol comenzaban a descender, llegaban en
espera de sus amantes pero deseando que no llegaran. Los edificios que rodeaban
la mole humana, bajo las nubes grisáceas, mudaban de apariencia o quizá era el
frenesí de las mentes mareadas luego de
uno, dos y hasta tres días de embriaguez. Él se consolaba con pensar que quizá
fuera posible la repetición del diluvio. Le dio por fingir varias voces,
haciéndolas intervenir como en una polémica desordenada, poniendo gran atención
en cada palabra que decían las voces martirizadas de su cabeza. Con una
maravillosa seriedad lo contemplaba
todo, el escaso mobiliario dispuesto para la disputa verbal; el árbitro y que
era él mismo, daba instrucciones; veía de cabo a rabo a cada uno de los
participantes que dialogaban, lanzando palabras en todas direcciones,
imaginables sólo por su cabeza. Medía cada uno de los argumentos sustentados,
porque lo que quería era comprender.
Pero el clima era
tan impredecible que más valía refugiarse en los rincones polvorientos de la
mañana cuando aún calentaba el sol, porque luego, cuando comenzaban a caer las
gotas vespertinas, la ausencia de entusiasmo impediría mover manos, brazos y
piernas. Si no llovía se ponía a manipular la dureza de las cosas envejecidas
de la gran urbe indiferente con sus arrebatados drogadictos corriendo en
exaltación acelerada para no ser alcanzados por los guardias. A esa hora, al
lado de los folklóricos danzantes, el merolico comenzaba a hablar: “Cuando
llegó la enfermedad no sabíamos como enfrentarnos a ella. Le teníamos miedo y
es que toda esa podredumbre que se iba acumulando sobre el cuerpo de mi
madrecita santa daba miedo. Ella quería vivir. Sufría. Se aferraba a la vida.
Pero la enfermedad, callada, calmadamente, se le fue metiendo en la cabeza, los
ojos, los pies y las manos. Poquito a poquito le fue carcomiendo la piel, que
fue llenándose de humores malignos. Todos sentíamos el avance y la acechanza de
la muerte. Nos reuníamos alrededor de la enfermedad para verla, a ella, a la
muerte. Para reconocerla y saber a qué atenernos cuando nos tocara a nosotros.”
Pero él si posaba sus ojos sobre esas cosas insignificantes en realidad era
para fingir y poder atestiguar con facilidad las acciones de los que habitaban
en la Plaza de Regina. Ahí se hallaba el que esperaba el oportuno momento para
materializar las órdenes sin detenerse a pensar si lo que estaba haciendo
estaba mal. Obedecer era una necesidad. Las instrucciones habían sido precisas.
Su trabajo sería ocuparse de citar a los que serían muertos. Organizaría a los
enterradores y compraría la cal. Pero su sed de sangre no podía fingirla. No
dudaría, si era preciso, en intervenir en el asesinato de al menos un hombre
para demostrar que estaba dispuesto a dar el golpe de iniciación. Golpe que
debería ser certero, demoledor, que los cuerpos ensangrentados quedaran
resueltos a pudrirse, sin salvación, sobre la tierra húmeda o que fueran carroña
de aves hambrientas.
Todo eso lo escuchó
con detalles, porque si algo tenía agudo era el oído. Notó que era en todo
momento, de día, de noche, que el peligro está presente, latente, incitando a
quien lo origina, para proporcionarle los goces de ver el sufrimiento y la
desventura de los otros. Supo los detalles de la muerte de los citados y cómo
ahí, donde nadie se atrevía a caminar, fueron escondidos los cuerpos mientras
sus sepultureros cavaban las fosas. De ahí provenía el olor amargo y penetrante
a cadáver que los guardias no sintieron.
Hacia el poniente
de la Plaza de Regina los niños no se cansan de jugar a las escondidas. Gritan
escandalosamente el hallazgo de los desaparecidos y dan muestras de contento a
sus progenitores que en sus soledades se reconfortan con el calor de la
temporada que induce a sus pequeñas crías a cortar a hurtadillas las gardenias
del parque. Basta con ver a los niños para sentirse bien. Oír el grito fugitivo
del "...declaro la guerra en contra de..." que lanzan los niños. Y
ahí llegaban los recuerdos de aquellos años perdidos, en la alucinación que
producía la exhuberancia de la vegetación, cuando él y sus hermanos disputaban
un pedazo de razón, compartían el mismo vaso y tomaban de la misma agua
guardada en las coloridas tinajas que elaboraba su padre, quien a horas
inesperadas salía del refugio a buscar las bestias que entorpecían los
tranquilos sueños.
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