29 mar 2012

El loco

Si el ánimo mejoraba, solía caminar por la calle que lleva al viejo mercado de la Merced, confiado en lo que  deparara el destino. Oculto entre las maquinarias pesadas, atestiguaba la rapidez de los autos que en irreverente marcha evadían la presencia de los peatones escondidos en los recodos de las aceras para no ser atropellados. Con el rostro enjugado imaginaba su fin entre ellos. Luego  en la Plaza de Regina se ponía a hurgar en la vejez de los que se sentaban por horas en las bancas del parque. En la Alemeda el merolico de los domingos tronaba sus dedos antes de que surgiera el parloteo intolerable de su boca cristiana. Los alineados hombres una vez que los rayos del sol comenzaban a descender, llegaban en espera de sus amantes pero deseando que no llegaran. Los edificios que rodeaban la mole humana, bajo las nubes grisáceas, mudaban de apariencia o quizá era el frenesí de las  mentes mareadas luego de uno, dos y hasta tres días de embriaguez. Él se consolaba con pensar que quizá fuera posible la repetición del diluvio. Le dio por fingir varias voces, haciéndolas intervenir como en una polémica desordenada, poniendo gran atención en cada palabra que decían las voces martirizadas de su cabeza. Con una maravillosa seriedad  lo contemplaba todo, el escaso mobiliario dispuesto para la disputa verbal; el árbitro y que era él mismo, daba instrucciones; veía de cabo a rabo a cada uno de los participantes que dialogaban, lanzando palabras en todas direcciones, imaginables sólo por su cabeza. Medía cada uno de los argumentos sustentados, porque lo que quería era comprender. 

Pero el clima era tan impredecible que más valía refugiarse en los rincones polvorientos de la mañana cuando aún calentaba el sol, porque luego, cuando comenzaban a caer las gotas vespertinas, la ausencia de entusiasmo impediría mover manos, brazos y piernas. Si no llovía se ponía a manipular la dureza de las cosas envejecidas de la gran urbe indiferente con sus arrebatados drogadictos corriendo en exaltación acelerada para no ser alcanzados por los guardias. A esa hora, al lado de los folklóricos danzantes, el merolico comenzaba a hablar: “Cuando llegó la enfermedad no sabíamos como enfrentarnos a ella. Le teníamos miedo y es que toda esa podredumbre que se iba acumulando sobre el cuerpo de mi madrecita santa daba miedo. Ella quería vivir. Sufría. Se aferraba a la vida. Pero la enfermedad, callada, calmadamente, se le fue metiendo en la cabeza, los ojos, los pies y las manos. Poquito a poquito le fue carcomiendo la piel, que fue llenándose de humores malignos. Todos sentíamos el avance y la acechanza de la muerte. Nos reuníamos alrededor de la enfermedad para verla, a ella, a la muerte. Para reconocerla y saber a qué atenernos cuando nos tocara a nosotros.” Pero él si posaba sus ojos sobre esas cosas insignificantes en realidad era para fingir y poder atestiguar con facilidad las acciones de los que habitaban en la Plaza de Regina. Ahí se hallaba el que esperaba el oportuno momento para materializar las órdenes sin detenerse a pensar si lo que estaba haciendo estaba mal. Obedecer era una necesidad. Las instrucciones habían sido precisas. Su trabajo sería ocuparse de citar a los que serían muertos. Organizaría a los enterradores y compraría la cal. Pero su sed de sangre no podía fingirla. No dudaría, si era preciso, en intervenir en el asesinato de al menos un hombre para demostrar que estaba dispuesto a dar el golpe de iniciación. Golpe que debería ser certero, demoledor, que los cuerpos ensangrentados quedaran resueltos a pudrirse, sin salvación, sobre la tierra húmeda o que fueran carroña de aves hambrientas.

Todo eso lo escuchó con detalles, porque si algo tenía agudo era el oído. Notó que era en todo momento, de día, de noche, que el peligro está presente, latente, incitando a quien lo origina, para proporcionarle los goces de ver el sufrimiento y la desventura de los otros. Supo los detalles de la muerte de los citados y cómo ahí, donde nadie se atrevía a caminar, fueron escondidos los cuerpos mientras sus sepultureros cavaban las fosas. De ahí provenía el olor amargo y penetrante a cadáver que los guardias no sintieron. 

Hacia el poniente de la Plaza de Regina los niños no se cansan de jugar a las escondidas. Gritan escandalosamente el hallazgo de los desaparecidos y dan muestras de contento a sus progenitores que en sus soledades se reconfortan con el calor de la temporada que induce a sus pequeñas crías a cortar a hurtadillas las gardenias del parque. Basta con ver a los niños para sentirse bien. Oír el grito fugitivo del "...declaro la guerra en contra de..." que lanzan los niños. Y ahí llegaban los recuerdos de aquellos años perdidos, en la alucinación que producía la exhuberancia de la vegetación, cuando él y sus hermanos disputaban un pedazo de razón, compartían el mismo vaso y tomaban de la misma agua guardada en las coloridas tinajas que elaboraba su padre, quien a horas inesperadas salía del refugio a buscar las bestias que entorpecían los tranquilos sueños.

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