Arrest of petty criminals by Alex Webb, Tijuana, B.C. 1955 |
Polvorientos recovecos donde se escondía la cólera de los pobres en su alegría contenida de guisados añorados. ¿Pero a quién se le ocurrió concentrarlos en esas calles perdidas? En territorio donde era mejor tentar las cosas con mesura. Donde era preciso no destruir sus raquíticas plantas y quebrantar los senderos de las hormigas en su ir y venir a través del desierto.
En ese grupo de calles improvisadas, la locura decidió caminar. Errada demente queriendo brincar el borde.
Desde ahí. Desde el Tecolote, a lo lejos, se divisaban las calles del centro de Tijuana. En una de esas calles alineadas de fábricas, la avenida Revolución se difuminaba con sus incontables farmacias y luces entretenidas de música norteña y banda. A media noche, Tijuana mudaba de apariencia. Era entonces cuando se revestía de luces y música, y vomitaba mujeres y hombres de sus laberintos extraviados en el centro.
De alguna manera el polvo que cubría la ciudad tenía que ser erradicado. Los hombres, conquistados. El adolescente extraviado a media noche, seducido. La hepatitis, erradicada con más alcohol. El lector de cartas y su perro negro, sometidos. La pareja de borrachos, defraudada. Anémica, revestida de justicia en sus bailes de dos dólares.
Caminar sin rumbo.
Caminar la línea que se prolongaba sobre el mar como una obstrución no dispuesta a ceder. Eso no importaba. Del otro lado. Allá en Rosarito tal vez se hallarían las respuestas.
Entretando, las mujeres de Tijuana se cubrían de soledad cuando sus abandonadas crías se rebelaban, así como sus calles alargadas que no conducían a nada, o a los parques de media noche donde los solitarios se reunían o a bibliotecas de libros mal acomodados.
¿Pero cómo fue posible que a sus diseñadores no se les hubiera ocurrido construir espacios donde los desesperados pudieran esconderse?
Tijuana carecía de solaz para el desventurado. Tijuana era una fábrica de ansiosos jornaleros, restaurantes de dudosa reputación, taquerías improvisadas, y deseos enjutos al atardecer. Ahí, en frente de la larga línea de carros hacia el otro lado, sólo bastaba tentar al destino. Poco a poco, como no queriendo. Reunir fuerzas cuando las calles se iban oscureciendo. Pensar. Encontrar algo. Los cerros se prolongaban. El intento fallido era visualizado.
¡Pero qué decepción fue Rosarito!
Ausente de gente.
De miradas.
Rosarito era raquítica comparada con el calor de Veracruz o Acapulco. No había niños en Rosarito. Lo que ellos llamaban Rosarito, era una masa desordenada de casas que se arremolinaba sobre una de sus avenidas, donde el nombre de las calles que la cruzaban, era lo que menos importaba.
Esa idea llamada Rosarito, estaba desprovista de olor a mariscos, perros callejeros y estatuas de Benito Juárez. Pero en frente de Rosarito, la gran bestia se arrellanaba sobre el mar de gusto. Confiada en si misma. Con orgullo. Limpia. Certera en sus manifiestos. Crédula en sus conquistas. Borracha de su pasado. Licenciosa en sus resoluciones.
No era cosa de brincar y alcanzar lo deseado, sino de reunir fuerzas e interpretar el sentido de las estrellas cuando anocheciera.
Pensar.
Sentir la fuerza de los recuerdos de los que tanto hablaba Proust.
Pero Proust estuvo callado en Rosarito. La única idea que revoloteaba sobre la arena, era aquella sobre el desarrollo de los conflictos bélicos basados, más que en estrategia y en destino, en las pasiones humanas de sus líderes y protagonistas.
Y Rosarito seguía ahí. Vacía de gente.
Vacía de miradas.
Sin Proust de la mano.
Sin vendedor de fritangas y mangos curtidos.
Sin chamuscada pareja consumiendo el tiempo entre abrazos, quejidos, y deseos no saciados.
Ausente de buenas noches.
Ausente de buenos días.
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