Temprano a las cinco, don Rutilio toma el tren de la línea 4 que lo lleva a su trabajo. Don Rutilio no se queja y no tiene grandes expectativas. No pide mucho. Le gusta mirar a la gente saliendo y entrando de la estación del tren, sentado en un banco en el parque de Union Square antes de que inicie su jornada. Las cafeterías, a esa hora de la mañana, se comienzan a llenar de gente. Mares de gente procedente de diferentes puntos de Nueva York vienen y van, como en acelerada carrera, mientras que a la espalda de don Rutilio, edificios son erigidos de la noche a la mañana. Él obtiene energía de la dinámica del parque de Union Square, pero prefiere el olor de Chinatown, donde frutas y vegetales son ofrecidos como lo hacen en el mercado de su pueblo natal, donde la vida se vuelve lenta.
Hoy ha decidido cambiar de ruta. En su camino al restaurante donde trabaja, don Rutilio, rodea Gramercy Park y los recuerdos vienen a su cabeza: su hija que desapareció en Zacualpan, Guerrero. Perredistas que hicieron un lío con las calles, pero trajeron agua potable. Priistas que no hicieron lo que debieron y se quedaron con dinero que no era suyo.
Don Rutilio tiene una faz cubierta de circunspección pero no de miedo. Un paso a la vez. Un paso atrás para dar dos adelante. A veces le gusta tentar al destino o ir al barrio chino, donde las mujeres sonríen a medianoche. Él conoce laberintos donde siempre es bienvenido. Sus días en Acapulco le enseñaron paciencia. Quería trabajar como cocinero en un hotel en el puerto, pero, de tiempo en tiempo, piensa que la mala suerte se puso en su camino. Recuerda sus días caminando en la vacía de turistas avenida Costera Miguel Alemán en busca de trabajo. Las paletas heladas que acabó vendiendo se derriten en su cabeza llena de recuerdos: la cárcel, sus tiempos recogiendo verduras y tomates para exportar, el cruce del Río Bravo, sus miedos de ser baleado por sicarios del gobernador de Guerrero.
Don Rutilio tiene una faz cubierta de circunspección pero no de miedo. Un paso a la vez. Un paso atrás para dar dos adelante. A veces le gusta tentar al destino o ir al barrio chino, donde las mujeres sonríen a medianoche. Él conoce laberintos donde siempre es bienvenido. Sus días en Acapulco le enseñaron paciencia. Quería trabajar como cocinero en un hotel en el puerto, pero, de tiempo en tiempo, piensa que la mala suerte se puso en su camino. Recuerda sus días caminando en la vacía de turistas avenida Costera Miguel Alemán en busca de trabajo. Las paletas heladas que acabó vendiendo se derriten en su cabeza llena de recuerdos: la cárcel, sus tiempos recogiendo verduras y tomates para exportar, el cruce del Río Bravo, sus miedos de ser baleado por sicarios del gobernador de Guerrero.
Don Rutilio está envejeciendo. A veces, las palabras se confunden en su cabeza llena de recuerdos en mixteco, español, inglés, y el resto de la caótica Babel que rodea sus días de trabajo en Nueva York. Pero su vida está llena de momentos particulares en East Harlem, donde mujeres de Puerto Rico expelen afirmativas palabras de derechos ganados en luchas sociales.
Hoy, su día va a ser muy pesado, fue advertido de un evento especial. Pero eso es mejor para él: "El tiempo pasa como volando." Mientras junta sus energías para empezar el día, planea la forma en que iniciará a lavar las copas y utensilios cuyos sonidos y ecos a esa hora de la mañana, van llenando los recovecos de la cocina. Pero los recuerdos están ahí, permanentemente lidiando en su cerebro, y piensa que tuvo suerte de haber sobrevivido la caída de las Torres Gemelas, donde trabajaba en esos días. La mañana se vuelve rutina, y converge con el grupo de ayudantes y cocineros que también están iniciando otro día. Desde su refugio, don Rutilio ríe cuando uno de sus paisanos que acaba de llegar exclama "Good morning, guys."
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