5 oct 2014

Historias de inmigrantes: Las noches de González

Viernes en la noche, en algún momento, la taquería González cambia de fisonomía. En la avenida Coney Island, en Midwood, en medio de mezquitas, barberías,  mujeres pakistaníes, bandadas de niños jugando en la calle, y otros con Corán en mano caminando hacia las mezquitas, ahí casi escondido, en el  improvisado González, tan pronto como DJ instala su equipo, la música se hace más fuerte. Es entonces cuando se retira la mesa de billar, las sillas y mesas son reorganizadas y los baños son otra vez limpiados. Un grupo de hombres parece estar saliendo del lugar en ritmo oscilatorio. Pero Chalino Sánchez y Vicente Fernández son dos fuerzas poderosas. Quizá podrían estar ahí hasta media noche. Todo depende del estado de ánimo de tres mujeres poblanas revestidas de recuerdos y entusiasmo. 

Las cubetas de cervezas se encarecen. Así como otros clientes llegan con los cambios de música, de salsa a cumbia, de corridos norteños a bachatas, Dominicana, de prolongada edad, los mira y saluda antes de que la noche se vuelva más oscura. Su pelo teñido, poderoso perfume, y lentejuelas que cubren su cuerpo, espolvorean dudosa prudencia en el rostro de dos entusiastas muchachas de Guerrero que sirven cervezas con sonrisa en las manos. Tlapa está a punto de terminar su turno. Ritmos repetitivos marcan los minutos de un grupo de inmigrantes latinos en espera de cualquier trabajo de construcción a la vuelta de la esquina, ahí en la avenida Ditmas. Las coronas se calientan con los espasmos de Oaxaqueño, quien ha estado ganando las jugadas. Ha apostado por horas con diferentes jugadores, excepto con Judío, de rostro moreno, quien no quiso perder veinte dólares. Otra mujer dominicana llega a la mesa para contar su historia de amor de la semana pasada, en una mezcla de inglés y español newyorkino, "Se supone que iba a casarme, pero las cosas salieron mal. Es por eso que estoy bebiendo esta noche." Un muchacho, quien parece salido de un bar de Tacubaya,  comienza a dar saltos de fogocidad brooklyniana, con algo que parece rock urbano, pero su emoción es reprimida con más abrupto melodrama bachatero, "Es tan difícil olvidarte," "Me voy de la casa." Un poblano, sin noción de su gran pasado Olmeca, expele unas cuantas mareadas palabras, como si reclamara su derecho a votar, "Yo sólo vine a bailar bachata." 

Colombia llega al lugar, risas son lanzadas, saludos expresados. Botero llama al encargado de la seguridad para reclamar sus cinco dólares. El chavo de Morelos no quiere pagarle las piezas. Colombia ríe. Ha hecho suyo el lugar lugar y con la compañía de Tlaxcala, sus horas se vuelven pura alegría. En medio de la pista luminosa, comienza a bailar una cumbia. Y a medida que la noche se remonta sobre si misma, Veracruz ríe, y también baila con  distinción jarocha. Las luces oscilatorias incrementan el efecto de la embriaguez. Mientras Tijuana golpea la bola de billar, dice algo confuso sobre cómo se hacen las cosas en Tijuana. Es entonces cuando Salvador ríe, mostrando un increíble tatuaje en uno de sus brazos con el nombre de una mujer. Nosotros debatimos sobre el significado del nombre. En realidad es un símbolo protector de sus noches cruzando la frontera de Chiapas en su camino hacia el Norte. La noche se vuelve lejana y letárgica. Es entonces cuando decidimos salir del lugar. Ecuatoreña sonríe y nos saluda, le decimos adiós y deseamos buena suerte, esa tiene que ser su noche. 



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