Como su título lo dice, este libro es sobre el movimiento cristero en el México post-revolucionario de 1926. Es este año, el comienzo de un movimiento social en el occidente mexicano protagonizado por los pobres, y caracterizado por su alto nivel organizativo y de resistencia popular en contra del estado autoritario mexicano.
La relación entre la iglesia católica de entonces y el gobierno mexicano se tornó, en su punto extremo, en una disputa sangrienta. El gobierno federal -encabezado por Calles y luego Obregón- y algunos gobernadores estatales, llevaron a cabo, con su aparato de control legalista, violento y corporativo, una carnicería de sus propios gobernados. La causa que desencadenó el movimiento cristero fue el cierre de iglesias y la suspensión de liturgias ordenada sin consultar a la sociedad mexicana católica.
No obstante los atributos políticos de uno y otro gobernantes, el movimiento cristero, de acuerdo a Jean A. Meyer desestabilizó al gobierno federal, a tal grado, que fue rebasado por los acontecimientos y la resistencia de los rebeldes. En el clímax del movimiento, el gobierno optó por la intervención y mediación extranjera de diplomáticos estadunidenses y el mismo vaticano, quien no estuvo del lado de los cristeros. Como en paralelo al desarrollo del movimiento de lucha social, el autor hará un recuento de las pugnas políticas de los que gobernaban en esos años y el papel de los diversos líderes de grupos corporativos en nacimiento (obreros, electricistas, campesinos, y maestros, por mencionar algunos) que influyeron en la dinámica del movimiento de resistencia.
Con un acertado grado de narrativa histórica, el autor--quien reconoce su simpatía por los cristeros--nos dará cuenta de las diversas etapas del movimiento en resistencia; su organización; las ciudades donde el movimiento de desarrolló, clandestinamente; la falta de control y disputas internas en diversos momentos; los grupos sociales que lo conformaron; el rol de mujeres y hombres jóvenes clasemedieros, como sus líderes intelectuales; las diferencias religiosas de curas a favor o en contra del movimiento; y el rol de las altas jerarquías católicas, en contra de sus feligreses pobres quienes optaron por el uso violento para defender su derecho de libertad de creencias.
Para el lector diversas lecturas interpretativas son claras una vez leído el libro:
1) En esos años, la revolución de 1910, usada como propaganda ideológica por los que gobernaban, se había convertido en una farsa. La tierra fue repartida como bandera política sin importar las necesidades de desarrollo social para reconstruir la economía del país. Los motivos de lucha democrática que dieron pie a la revolución, fueron pisoteados y menospreciados por Calles y Obregón. Y el perfecto ejemplo fue la orden de suspensión de servicios religiosos y el cierre de iglesias. De acuerdo al autor, Calles y Obregón, norteños, fueron influídos por las instituciones religiosas gringas. A la vez que menospreciaban las creencias del México profundo, intentaron imponer la ideología en la que ellos creían, sin considerar las mismas instituciones democráticas de consulta ciudadana. Para colmo de males, siendo uno y otro, en el pasado, maestros normalistas, no optaron en lugar de la imposición, por un plan educativo nacional que promoviera la ciencia y la tecnología para educar a la población mexicana.
2) El rol de la iglesia católica en los acontecimientos de entonces también es motivo de estudio y recriminación. La institución religiosa fue timorata al debate democrático y participación social. Reproduciendo su papel de agente de sometimiento ideológico que veía a sus feligreses como niños e incapacitados, se negó a justificar el movimiento social que defendía el derecho constitucional de libertad de creencias. Los desposeídos que vieron la imposición de los que gobernaban como una oportunidad, como un evento, que daría pie a su reconocimiento como miembros de una sociedad democrática, fueron abandonados por sus líderes institucionales religiosos.
3) Finalmente, pese al desconcertante y reprochable grado de violencia generado por los gobernantes en esa etapa histórica mexicana, es alentador leer que ante el tirano opresor, las masas de oprimidos y menesterosos no dudaron en ejercer su derecho a la rebelión. Mujeres, niños, hombres, jóvenes y ancianos se levantaron en armas para defender un derecho característico de sociedades democráticas en donde la gente es la que tiene el poder y el deber de los que gobiernan es obedecer y hacer lo que la ley les ordena.
Hay entonces, una línea entre palabras, fechas y acciones del México de entonces, que se prolonga en las páginas del libro, de progreso democrático mediante la violencia: Masas de iletrados, pero en rebeldía justificada; intelectuales católicos clase-medieros sin experiencia política, pero aprendiendo y asesorando a los líderes de diferentes facciones geográficas y estatales en lucha; pobres y oprimidos durante centurias, pero clamando por sus derechos; campesinos en solidaridad o divididos, pero movilizándose por derechos y defendiéndolos con sus armas. Todos ellos, portando en su sangre o subconsciente la idea de que la protesta y rebelión son efectivos medios de aquilar al caudillo.
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