20 ago 2010

Las noches de Marta


Ya era tarde cuando cayó la mañana, y cubrió de humo el sendero donde Marta se escurría como una abandonada. Pero es que no había razón para volver a su pequeño cuarto, encerrado, en el viejo edificio de la Portales. Perenne pensamiento. Pensamiento que iba y venía como las noches que se entrecruzaban de salitre. A media noche. Cuando contemplaba, bailando, con osadía, la mirada de sus clientes. 
Ahí Marta susurró a un hombre al oído: "No quiero que me escribas canciones bonitas, ni que finjas ser un poeta que sabe de la vida." Y así se diluía Marta como sus palabras. Renovada Marta con sus pensamientos, que deambulaban de copa en copa. Quién sabe que decían, a dónde se dirigían sus pensamientos, como conjeturando lo que pensaban esas otras cabezas atolontradas, y también inventando lo que esas cabezas podrían pensar sobre lo que ella imaginaba. 
Bailaba Marta y en esos bailes en medio de la pista luminosa de fuego, miraba hasta donde podía los autos que zumbaban en patética marcha. A lo lejos. Ella, absorta en sus pensamientos también iba y venía errante, en medio de la oscuridad de la pista a la que se había habituado. "Mira mi poeta..." dijo una noche, y la expresión quedó inacabada, abstraída, pero llena de su silencio. Quién sabe lo que significaba ese silencio tan atormentador. Repentino. Silencio plantado en medio del bullicio. A dónde volaba. Quizá hacia las montañas de fuego. Allá donde explotaron los tanques llenos de gases que arrasaron con toda la podredumbre de su pequeña casucha. 
Callada. Como en fila desordenada, no bajaba la mirada en la Merced y se reía de los bisoños en sus intentos fallidos por tocarla. "Malévolas manos, como las de tu madre...", le decía al atrevido. A veces entonaba una canción que se volvía burla y chasquido de lenguas y lentejuelas en el Run Run que era a donde acudía con extraviada amargura. Ahí se sentaba por horas desanimadas de recuerdos, mientras lidiaba con ella misma, porque si algo había que hacer esa noche, era aprovecharse de la inocencia de los burócratas de fin de semana, con todo y sus trajes pulcros y  manos suaves acostumbradas al trabajo improductivo. 
Marta reía al ritmo de la apariencia. El perfume de sus ojos, que se extendía sobre su cabellera cubierta de luz, era una garantía de obediencia de desconocidos, reconocimiento de aduladores y risas fingidas de viejos inmodestos. Cuando se transformaba en sirena poseída sobre el tatuaje que llevaba en un pecho, alzaba su copa y compartía la esencia de su amor fingido. Dolida de abandono. De risa. De nostalgia. Sin miedo a esa oscuridad donde luchaba sin parar. Y de pronto el recuerdo la hacía reír. Pensaba en su abuela. Aquella vieja gorda que comenzó a abanicarse y a recitar poesías sin razón cuando enloqueció. 
Puras cicatrices. Días de dicha y pasión. Un gran amor. Cansada de pecar estoy, ahora vuelvo a tí. En la pista del Run Run, metida en el humo de sus recuerdos que se mezclaban con las luces, Marta bailaba y el baile era una profanación de botellas, humo, alcohol, cerveza y delirio que se prolongaba hasta tempranas horas del día. "Mira..." le dijo otra noche al poeta. Atolondrada idea, apagada y callada. "Ves estas lentejuelas...Ves estas zapatillas...Yo las compré con mi dinero..."  Y como acostumbraba hacerlo, la frase quedaba inconclusa. Llegaban las risas. La Candela la llamaba para avisarle que había llegado el hombre que la miraba abstraído como un gato huraño, como si con su aguda mirada estuviera viendo aterrorizado lo que no quería. Era cuando Marta cambiaba de apariencia: de indómita mujer a sojuzgada madre dispuesta a darlo todo por sus crías. Se sabía observada. Plena de alegría alzaba su cuerpo hacia la vida de la noche que caía sobre las teclas del piano que exhalaba música. En aquella hora era feliz. No había rencores ni miedos. Ni desprecios. Ni siquiera la pervertida humildad que tanto la atormentaba en las mañanas de tedio en la Alameda.

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